sábado, 15 de junio de 2013

Entrevista a Lovecraft




J.K. Potter. Revista Heavy Metal
—¿Se creía usted una rencarnación de Luis XIV, que murió en ese año? No responde. Bueno, le haré otra pregunta. En una de sus cartas decía: «Sí, soy fascista sin reservas». Era en julio de 1934. ¿Sabía lo que estaba diciendo?

Eso lo dije antes de que ese trastornado señor despertara a todos los demonios en Europa. Creo que la respuesta, a la vista de lo que hizo más tarde, es «no».

—Bueno, pero usted admiraba a Hitler.

—Como admiraba a Franklin Delano Roosevelt, o a todo aquel que tuviera grandes planes para mejorar las condiciones de vida de la sociedad y estuviera dispuesto a llevarlos a cabo.

—Usted describió en sus cartas a los chinos como «mestizos orientales de hocico de rata» y a los negros como «poco menos que gorilas infantiles». Detestaba a los judíos, pero se casó con uno de ellos, y tuvo buenos amigos. Le gustaba parecer racista, odioso, siniestro, pero ante el enemigo era sumamente educado. ¿Es usted un... cobarde?

—También dije «inmundicia asiática», «chusma de extranjeros» y que odiaba al ser humano por permitir la existencia de tantos miserables. Era mi manera de sublevarme contra la miseria; lo que no podemos hacer es aceptarla. ¿Le parece eso una cobardía?

—Ha eludido la respuesta.

—He sido acusado de materialista y de racista. No creo en Dios, no necesitamos un creador en un Universo que no tiene principio ni final. Una especie avanzada debería poder viajar en el tiempo. Y en cuanto al racismo, los años me han ablandado, creo que en todas las razas hay personas que merecen la pena, y personas que no valen nada, que no se pueden tener en cuenta igual que las otras.

—Me asusta usted. Voy a leerle un principio típico de sus narraciones: «La vida es algo espantoso; y desde el trasfondo de lo que conocemos de ella asoman indicios demoníacos que a veces la vuelven infinitamente más espantosa». ¿Todo en su vida era tan horroroso?

—Cuando yo tenía dos años mi padre fue considerado un loco peligroso y fue encerrado en un manicomio. Mi madre me hizo llevar bucles hasta los seis años, edad en que insistí para que me cortara el pelo, y cuando lo hizo muy a su pesar y me transformó en un niño, le dijo a todo el mundo que yo era horriblemente feo, y me acostumbré a esconderme.

—Reconozco que es un trauma.

—Antes de eso, con cinco años, dejé de creer en Santa Claus y en Dios, una vez descubrí, a través de Las mil y una noches, que el Islam era mucho más hermoso que el cristianismo, y que ambas religiones no podían ser ciertas a la vez. Una vez convertido en varón me consagré a la mitología clásica y a la búsqueda de las hadas. Es una lástima que no pudiera leer El señor de los anillos, porque aún no estaba escrito; hubiera tenido una influencia vital en mí. Con siete u ocho años estaba más dispuesto a creer en sátiros de pezuñas hendidas y ninfas correteando por los bosques que en Jesús. Llegué a tener la ilusión de que me crecían cuernos en la frente y orejas puntiagudas.

—Sin embargo, siguió creyendo en todos los demonios. ¿No había entidades «buenas» en su mundo soñado?

—Mire usted, cuando era un crío soñaba con entidades monstruosas que denominé «alimañas descarnadas». Me agarraban con los dientes por el estómago y me llevaban volando sobre ciudades de muertos. Creo que si hubiese alguien por encima de nosotros nos trataría como hacemos nosotros con el resto de seres vivos de este planeta. Las «buenas» personas se comen a los animales. No veo por qué los dioses del espacio exterior nos han de mirar de otro modo: solomillo, chuletas y entrecot.

—Con trece años se rompió la nariz yendo en bicicleta, y le quedó insensible para siempre. Probó el tabaco, pero no le gustó. Dicen que se defendía de sus enemigos amenazándoles con la muerte, a falta de argumentos mejores. ¿Es cierto eso?

—Sí, cuando me sentía amenazado decía algo así como: ¡Por Dios, que te voy a matar! Eso ahuyentaba a los más valientes.

—En 1904, cuando tenía catorce años, el abuelo Whipple murió. Creo que usted era muy feliz hasta ese momento. Después, su familia tuvo que vender aquella gran casa de madera de tres plantas en la que había vivido los últimos diez o doce años.

—Sí. Nos mudamos a una casa más pequeña. Se acabaron las carreras por los pasadizos, los rincones obscuros, la magia de los escondites. Sólo tenía cinco habitaciones. Sin criados. Y compartíamos el edificio con otra familia. Para colmo, mi gato Nigger desapareció dejándome en la estacada. Quiero decir que jugaba con él a la pelota, comprendía su lenguaje, le observaba perseguir a los duendes, era un gran alivio para mí observarle y tocarle. Desde entonces no tuve más animales de compañía.

—Hábleme de su familia. ¿Es verdad que su padre era francmasón y le dejó en herencia el Necronomicón?

—Es posible que hubiera convocado a todos los demonios a través del Necronomicón, pero también puede ser que tuviera sífilis y el sistema nervioso deteriorado —se ríe, no va a contestar a mi pregunta—. El abuelo sí que fue masón, pero yo era muy pequeño para comprenderlo. Era un patriarca que conocía los negocios y gozaba del arte. Lucía un mostacho blanco impresionante, y me regaló las noches, que mi madre me dejó vivir a mi antojo.

—¿Tiene idea de qué le producía esas pesadillas tan espantosas que luego contaba en sus relatos?

—No lo sé. Los primigenios. El chocolate. Siempre creí estar conectado con ciertas entidades ocultas que se comunicaban conmigo por medio de los sueños. Y para soñar, no hay nada como el chocolate y las especias. Luego te despiertas con la cabeza destrozada, y tienes que salir a pasear, buscas el orden en la arquitectura, si no estás dotado para la música, y le pones etiquetas monstruosas a todas las cosas...

De pronto, un gato negro que no he visto llegar y que parece tener cien años, se sube al sillón donde se sienta, en penumbras, el escritor. El gato tiene unos ojazos ambarinos que impresionan.

—¿Sabe usted que a través de los gatos se pueden tener ciertos... contactos? Mire los ojos a un gato y pida algún deseo, pero esté dispuesto a pagarlo.

—Creía que no había vuelto a tener animales de compañía.

—Éste es diferente.

lunes, 20 de mayo de 2013

Claudio de Alas: El poema negro

Claudio de Alas: El poema negro

Cuando moría, me enlazó en su brazo,
cual un reptil de palpitante raso;
y con voz afiebrada y lastimera,
me dijo que cual última terneza,
y en recuerdo de toda su belleza,
me dejaba su blanca calavera...

Que robara a la hambrienta sepultura,
ese último jirón de su hermosura,
que una lívida amante me sería,
y en mis horas alegres o de duelo,
su alma, descendiendo desde el Cielo,
al través de sus cuencas me vería...

Pasa el tiempo... El ave silenciosa
del recuerdo voló sobre su fosa,
llamándome a cumplir aquel pedido,
que, cual lúgubre flor de sus amores,
me dejó en los postreros estertores,
temerosa a los lutos del olvido.

Y era una noche. Oscuridad y viento;
la lluvia desgarrando el firmamento;
batida en sus ramajes la espesura;
los jardines tronchados y barridos;
y del mar, el estruendo y los rugidos,
resonando a lo lejos con pavura...

Ardiente el corazón, los miembros yertos,
escalé la muralla de los muertos;
y pensando en la súplica postrera
de esa lívida novia del Misterio,
me perdí en el profundo cementerio,
porque iba a robar su calavera.

Por las calles desiertas y medrosas,
buscando en los letreros de las fosas,
llegué hasta su sepulcro solitario.
El viento en los cipreses sollozaba,
y la lluvia furiosa me azotaba,
cual queriendo arrojarme del osario.

De una lámpara sorda, bajo el brillo,
su mármol quebranté con un martillo.
Cual fatídico abismo, negro y hondo,
de la tumba la puerta entenebrida
abierta contemplé... De entre su fondo
brotó una bocanada corrompida!

Y en lo profundo de la negra caja,
entre blancos jirones de mortaja,
la miré desleída y pestilente:
sepultadas sus formas y sus manos,
entre olas hirvientes de gusanos
que tragaban su carne lentamente.

En sus sienes, mechones de cabellos;
sus ojos ¡ay! como ninguno bellos,
convertidos en cuencas pavorosas;
en su boca, que fue roja granada,
una muda y horrible carcajada,
y su pecho en piltrafas asquerosas...

De su belleza, que radió cual astro,
no había allí tan siquiera un rastro.
Era un informe y corrompido andrajo.
La miré contristado, mudo, inerte:
medité en los festines de la Muerte,
y me hundí en el sepulcro abierto a tajo.

Temblorosas, tendiéronse mis manos
al inmenso hervidero de gusanos.
Busqué de la garganta las junturas:
nervioso retorcí... Hubo traquidos
de huesos arrancados y partidos...
hasta que hollando vil las sepulturas,

Huí miedoso entre las sombras crueles,
creyendo que los muertos, en tropeles,
levantaban su forma descarnada
corriendo a rescatar su calavera,
esa yerta y silente compañera
de la lóbrega noche de la Nada...

Eso pasó... fue ayer... Hoy, en mi mesa,
cual escombro final de su belleza,
helada, muda, lívida e inerte,
sobre mis libros en montón, reposa,
cual una gigantesca y blanca rosa
—Que ostentase la risa de la Muerte—

Sus grandes cuencas, como dos cavernas,
me contemplan inmóviles y eternas.
Atónito, al mirarlas, me figuro
que su alma tal vez huya del Cielo,
para triste, silente y con anhelo,
mirarme allá, desde su fondo oscuro.

Entonces, con amor llego hasta ella,
y cual si fuera, cuando viva y bella,
por sus huesos, mi mano se desliza:
siento de ansia el corazón opreso,
y en el instante en que le doy un beso,
me encuentro ¡ay! con su macabra risa.

Y allá, de la alta noche, cuando escribo,
ante su faz sintiéndome cautivo,
me parece que se abren sus quijadas,
y que en frases muy tiernas, temblorosas,
me pide que le diga blandas cosas,
como en noches amantes y borradas...

Y soñando, la veo transformarse
en la bella de entonces, y acercarse...
y sentirme yo suyo... y ella mía...
Mas, al instante mi pupila advierte,
que no es sino la imagen de la Muerte,
que me contempla extática y sombría.

Ya llevan mucho tiempo estos amores...
Es ella quien conoce mis dolores,
los sueños todos de mi vida entera...
Ella me da la desnudez que viste,
y yo el cariño de mi alma triste,
teniéndola de novia hasta que muera.

Y cuando rompa de la Vida el lazo,
cual ella a mí, la enlazará mi brazo,
y antes que en mi redor todo sucumba,
le diré como frase postrimera:
—¡Acompáñame, pobre calavera.
acompáñame, amada, hasta la tumba!...

domingo, 6 de enero de 2013

Venganza por los mártires de Tacubaya


Guerra sin tregua ni descanso, guerra
a nuestros enemigos, hasta el día
en que su raza detestable, impía
no halle ni tumba en la indignada tierra.

Lanza sobre ellos, nebulosa sierra,
tus fieras y torrentes; tu armonía
niégales, ave de la selva umbría;
y de sus ojos, tu luz destierra.

Y si impasible y ciega la natura
sobre todos extiende un mismo velo
y a todos nos prodiga su hermosura;

anden la flor y el fruto por el suelo,
no les dejemos ni una fuente pura,
si es posible ni estrellas en el cielo.

Ignacio Ramírez (1818-1879)

domingo, 9 de diciembre de 2012

Prueba de inteligencia



Como me dijeron que en ese banco intentan cambiar las competentes por las bien trajeadas hoy salí a buscar empleo. Me arreglé como para una fiesta, con el sombrero de las bodas y la capa de piel que me prestó Josefina.
     El gerente, encantado con mi figura, me mandó al departamento donde miden la inteligencia. Asustada, esperé que me hicieran preguntas de contabilidad, pero de buenas a primeras me entregaron varios cartones que me recordaron la hora de geometría de mi escuela. Entraría la monja con un rombo lila, el romboide dorado, el exágono azul y tantas figuras improcedentes como no las he vuelto a ver en mi vida fuera de la circunferencia en la naranja.
     Pronto llegó un empleado y, sin ceremonias, me explicó que el derecho estaba al revés. Les di vuelta y encontré que los cartones presentaban manchas de tinta.
     —Determine usted lo que ve en tres minutos.
     Con toda mi lentitud miré el reloj y pensé: “¡Ay Dios, tres minutos!” Y perdí uno entero. Volví a la hoja y mi sorpresa fue grande; contemplé una serie de culebras que se hacían ocho, se hacían rosca, cocoles con ajonjolí, cruces con hormigas; y yo no hallaba cómo determinar lo que realmente miraba, pues todo esto se desvanecía para que apareciera una jaula de pericos y un caracol marino.
     La tos del empleado me volvió en mí. Dijo que llevaba siete minutos de más. Me arrebató con desprecio la hoja y no aceptó enseñarme las que contemplaban el examen; estoy segura de que hizo trampa.
     Pasamos en seguida a la prueba siguiente. Se trataba de armar un rompecabezas que desordenó con grosería, pero tuve la suerte de que quedara intacto un alón que supuse de águila y forcé a un soldado a volar. Mi error consistió en que no aparecieron las patas. Trajeron después un muestrario de colores preciosos, estrictamente numerados para que él dijera un número y yo mencionara el color; pero las barras estaban tan juntas, y como además me tomó mala voluntad el empleado, cuando él decía:
     —¡El uno! ¡El cinco!
     Yo, procurando adelantarme miraba el quince e inexplicablemente respondía:
     —¡Martes! ¡Jueves! ¡Lotería!
     Qué juego más tonto; era mucho mejor el de “Allí va un navío cargado de…” al que nunca pude atinarle tampoco.
     Parece que el hombre no estuvo de acuerdo con mi contestación, y volvió en seguida, agresivo, con unos billetes. Me mostró el fajo.
     —Son de cinco pesos. ¿Cuánto calcula que hay aquí?
     Iba a indicarle que jamás había visto el dinero acomodado, pero me distrajo su boca que chicoteó de oreja a oreja con el imperceptible temblor de la luz fluorescente. Calculé:
     —Serán ciento diez…
     —¡Trescientos setenta y cinco! —bramó—. ¡Cuéntelos usted!
     Tardé bastante porque se agarraban uno con otro; mientras, el individuo se puso como un erizo.
     —Son trescientos setenta —dije.
     —Se equivoca, son exactamente trescientos ochenta y dos.
     —Ah, puede que sí.
     Salió y no pude menos de envidiar a aquel hombre tan culto. Para que me estimara un poco, le preparé mi diploma de letra Pálmer que descolgué de la sala. Pero ya no volvió. En su lugar llevó un calvo que posiblemente estuvo loco, porque me preguntó a boca de jarro cuál era el mexicano que me parecía más ilustre entre todos los que han existido. Naturalmente le contesté que Nuestro Señor Jesucristo.
     Tal vez fuese judío, pues se disgustó y cambiando de conversación, quiso informarse sobre mi artista preferido, sobre los platillos que más me gustan y sobre una serie de preguntas salteadas, como si fuera un amigo íntimo. Por último sacó un cuaderno de taquigrafía, que me entregó acompañado de un lápiz inolvidable, con una punta linda, fina como pico de chichicuilote, justa para escribir una poesía.
     Supuse que iba a dictarme cuando veo que conecta un aparato con la electricidad; pensé que sería un ventilador porque yo estaba muy acalorada; casi doy un brinco al oír una voz pegajosa venida de no se dónde, que dice:
     —Muy señor mío y amigo…
     Como permaneció cerrada la boca del viejo se fue la carta en contemplarlo y en pensar si sería ventrílocuo. Cuando comprendí que la voz venía del aparato embrujado, supliqué la conectara de nuevo. Accedió de mala gana.
     Tomé el dictado correctamente. El calvito, sorprendido por mi rapidez, ordenó con dulzura:
     —Traduzca, niña.
Aunque los signos estaban perfectos, para mí no significaron nada. Quedaron silenciosos con su figura de tricocéfalos.
     Fue una verdadera lástima, pues ya me veía tras de una ventanilla enrejada, con su macetita estilo andaluz y los hombres haciendo cola para decir piropos. Por eso ya solicité al gerente que me permita asistir a una de las rejas, sin goce de sueldo, ¡quién quita y me case!

Guadalupe Dueñas. Tiene la noche un árbol. México, FCE. 1958.

viernes, 2 de noviembre de 2012

Construcción. Chico Buarque.

Amó aquella vez como si fuese última,
besó a su mujer como si fuese última,
y a cada hijo suyo cual si fuese el único,
y atravesó la calle con su paso tímido.
Subió a la construcción como si fuese máquina,
alzó en el balcón cuatro paredes sólidas,
ladrillo con ladrillo en un diseño mágico,
sus ojos embotados de cemento y lágrima.

Sentóse a descansar como si fuese sábado,
comió su pan con queso como si fuese un príncipe,
bebió y sollozó como si fuese un náufrago,
danzó y se rió como si oyese música
y tropezó en el cielo con su paso alcohólico.
Y flotó por el aire cual si fuese un pájaro,
y terminó en el suelo como un bulto fláccido,
y agonizó en el medio del paseo público.

Murió a contramano entorpeciendo el tránsito.

Amó aquella vez como si fuese el último,
besó a su mujer como si fuese única,
y a cada hijo suyo cual si fuese el pródigo,
y atravesó la calle con su paso alcohólico.
Subió a la construcción como si fuese sólida,
alzó en el balcón cuatro paredes mágicas,
ladrillo con ladrillo en un diseño lógico,
sus ojos embotados de cemento y tránsito.

Sentóse a descansar como si fuese un príncipe,
comió su pan con queso como si fuese el máximo,
bebió y sollozó como si fuese máquina,
danzó y se rió como si fuese el próximo
y tropezó en el cielo cual si oyese música.
Y flotó por el aire cual si fuese sábado,
y terminó en el suelo como un bulto tímido,
agonizó en el medio del paseo náufrago.

Murió a contramano entorpeciendo el público.

Amó aquella vez como si fuese máquina,
besó a su mujer como si fuese lógico,
alzó en el balcón cuatro paredes fláccidas,
Sentóse a descansar como si fuese un pájaro,
Y flotó en el aire cual si fuese un príncipe,
Y terminó en el suelo como un bulto alcohólico.

Murió a contramano entorpeciendo el sábado.

Por ese pan de comer y el suelo para dormir,
registro para nacer, permiso para reír,
por dejarme respirar y por dejarme existir
Dios le pague.

Por esa grapa de gracia que tenemos que beber,
por ese humo desgracia que tenemos que toser,
por los andamios de gente para subir y caer
Dios le pague.

Por esa arpía que un día nos va a adular y a escupir,
y por las moscas y besos que nos vendrán a cubrir,
y por la calma postrera que al fin nos va a redimir
Dios le pague.


martes, 4 de septiembre de 2012

El fin de la utopía: Episodios de la vida y cartas de Rimbaud y Verlaine


El fin de la utopía: Episodios de la vida y cartas de Rimbaud y Verlaine

[El amorío entre Arthur Rimbaud y Paul Verlaine estuvo lleno de sinsabores y disputas. Uno de los capítulos más interesantes de su vida en común transcurre en Londres, y Bruselas un mes después de una de sus reconciliaciones. Fue una batalla tan violenta como estúpida. Compartían una habitación y se turnaban para limpiarla. A Verlaine le tocaba ir al mercado aquel día, y Rimbaud, asomado al a ventana, le grita al verlo de vuelta: “¡Vaya! ¡Qué desgarbado! ¡Qué estúpido resultas con tu botella y tu pescado sucio! ¡Si te vieras, viejo…!”, y Verlaine responde al insolente niño poeta estampándole el pescado en la jeta. Luego de esta disputa, un Verlaine agobiado por el despotismo de su joven amante, se dirige al puerto donde compra un pase para Bélgica, dejándolo en la calle de Londres sin un penique, para ir, según él, a encontrarse con su esposa, a la que ha llamado a Bruselas en espera de una reconciliación con ella. Rimbaud comprende que se ha pasado de la raya y entra en pánico.]

CARTA DE RIMBAUD A VERLAINE

Londres, viernes en la tarde
Julio 4, 1873

Vuelve, vuelve, querido amigo, único amigo, vuelve. Te juro que seré bueno. Si me porté grosero contigo, fue una broma en la cual me encapriché. Me arrepiento más de lo que puede decirse en palabras. Vuelve, se olvidará todo. ¡Qué desgracia que creyeras en esta broma! Desde hace dos días no dejo de llorar. Vuelve. Sé valeroso, querido amigo. Nada se ha perdido. Sólo tienes que reemprender el viaje. Viviremos aquí con valor y paciencia. ¡Ah!, te lo suplico. Es por tu bien, además. Vuelve, hallarás de nuevo todas tus cosas. Quiero que sepas muy bien que nada había de verdadero en nuestra discusión. ¡Qué terrible momento! Pero cuando te hacía señas de que bajaras del barco, ¿por qué no viniste? ¡Hemos vivido dos años juntos para llegar a este momento! ¿Qué vas a hacer? Si no quieres regresar, ¿quieres que yo te alcance?

     –Sí, yo fui quien se equivocó.
     –Oh di, ¿no me olvidarás?
     –No, no puedes olvidarme.
     –Yo, yo siempre te llevo en mí.

     Di, responde a tu amigo. ¿No podemos vivir ya juntos? Sé valiente, respóndeme pronto. No puedo quedarme aquí mucho tiempo. Escucha sólo a tu buen corazón.
     Contesta rápido si debo reunirme contigo.

RIMBAUD

Rápido, responde, no puedo quedarme aquí más allá del lunes en la noche. No tengo un céntimo; no puedo poner esto en el correo. Confié a Vermersch[1] tus libros y tus manuscritos.
     Si no debo verte de nuevo, me enlistaré en la marina o en el ejército. Oh, vuelve, lloro a todas horas. Dime del reencuentro, iré, dímelo, telegrafíame. Es necesario que parta el lunes por la noche. ¿Dónde vas? ¿Qué vas a hacer?

[Verlaine envía por su parte una carta a Rimbaud, que se cruza con la de éste.]

CARTA DE VERLAINE A RIMBAUD

Julio 3, 1873
En mar,
Amigo mío,
No sé si estarás aún en Londres cuando esto te llegue; sin embargo, tengo que decirte que debes, en el fondo, comprender, por último, que me hacía mucha falta partir, ¡que esta vida violenta y todas las escenas de tu fantasía sin motivo ya no me podían dar más por culo!
     Solamente, como te amé intensamente (vergüenza de aquel que piense mal de esto) te tengo que confirmar que si de aquí a tres días, no soy capaz de r' con mi mujer, en las idóneas condiciones, me vuelo los sesos. 3 días de hotel, una rivolvita, eso cuesta mucho... de ahí mi "tacañería" de esta semana. Me deberás perdonar.
     Si, como es bastante probable, tuviera que hacer esta última tontería, yo le daría a ella unos meses para afrontarlo. –Lo siguiente, amigo mío, será para ti, para ti, que ahora me consideras lo peor, y con quién no he deseado regresar porque ha hecho falta que te enterrara, –¡POR FIN!
     ¿Quieres que te mande un beso matador?

Tu pobre
P. Verlaine

No nos imaginemos más (a ti y a mí) en todo caso. Si mi mujer viene, tendrás mi dirección, y espero que me escribas; entretanto, de aquí a tres días, sin más, sin menos, mándame el resto del correo de Bruselas, a mi nombre.
     Devuelve sus tres libros a Barrère.

[Al terminar la primera carta, Rimbaud recibe la de Verlaine, que lo llevó a escribir una segunda parte, en un tono completamente distinto. Ya no se acusa, ahora se burla y amenaza a Verlaine.]

CARTA DE RIMBAUD A VERLAINE

Julio 5, 1873

Querido amigo, tengo tu carta fechada “en el mar”. Esta vez tienes la culpa, y mucha culpa. De principio: nada positivo en tu carta. Tu mujer no volverá o volverá en tres meses, ¿qué se yo? En cuanto a hincar el pico, te conozco. Te vas, esperando a tu mujer y a tu muerte, a bregar penosamente, a errar, a aburrirte de la gente. ¿Qué? ¿No te has dado cuenta de que as cóleras eran tan falsas de un lado como del otro? Pero tú serás quien tenga la última culpa, puesto que, aun después de que te llamé, has persistido en tus falsos sentimientos. ¿Crees que tu vida será más agradable con otro que conmigo? REFLEXIONA ESTO. Ah, desde luego no.
     Sólo conmigo puedes ser libre, y puesto que te juro ser amable en el porvenir, que deploro toda mi parte de culpa, que, en fin, tengo el espíritu impío y te quiero bien, si no quieres regresar, dime que te alcance. Cometes un crimen y te arrepentirás de esto muchos años con la pérdida de toda libertad y con los hastíos más atroces, más tal vez de todos los que has probado. Después de esto, piensa otra vez quién eras antes de conocerme.
     En lo que respecta a mí, no volveré a casa de mi madre. Iré a París, trataré de partir el lunes por la noche. Me forzarás a vender toda tu ropa; qué otra cosa puedo hacer. Aún no se ha vendido; se la llevarán hasta el lunes en la mañana. Si quieres enviarme cartas a París, dirígelas a L. Forain, 289, rue Saint-Jacques, para A. Rimbaud.
     Desde luego, si tu mujer regresa, ya no te comprometeré escribiéndote. Ya no te escribiré nunca.
     Lo único que quiero decirte verdaderamente es: Vuelve, quiero estar contigo, te quiero. Si escuchas esto, mostrarás valor y un espíritu sincero. De otra forma, te compadezco. Pero te quiero, te abrazo y volveremos a vernos.

RIMBAUD

8 Great Colle[2], etcétera. hasta el lunes por la noche, o martes al mediodía, si me llamas.

[Verlaine le pide a Rimbaud que lo alcance en Bruselas, donde estará esperándolo, acompañado de su madre. Rimbaud acude, pero pronto se aburre y se siente perdido. Quiere regresar al Charleville. Se alcoholizan juntos y vuelven al hotel dándose empujones e insultándose. Verlaine se siente estafado. Al volver al hotel, Rimbaud anuncia que se marchará, ahora es el turno de Verlaine de ser dramático y violento: toma una pistola y le dispara a su joven amigo, o “hermano”, como decía Rimbaud en sus escritos. La bala se incrusta en la mano del muchacho, una segunda bala es disparada contra el suelo. El príncipe de los poetas entra en pánico y corre a refugiarse en el cuarto de su madre, seguido por un furioso Rimbaud. Acuden al médico para retirarle la bala, Rimbaud sigue empeñado con volver a Charleville. Verlaine intenta retener a Rimbaud a su lado; aún lleva la pistola en el bolsillo. Caminan de vuelta al hotel. Verlaine se adelanta un poco, vuelve apresurado, Rimbaud teme un nuevo exabrupto y sale corriendo, deseoso de venganza. Le dice a un policía: “Este hombre intentó matarme, trae una arma en el bolsillo”. Verlaine es arrestado. La declaración de Rimbaud lleva a Verlaine a ser condenado a dos años de cárcel. Rimbaud regresa entonces a las Ardenas, es el fin del “desarreglo de todos los sentidos”, de la búsqueda de unidad a través de ese proceso, del deseo de convertirse en Hijos del Sol.]

[EL FIN]


[1] Vermersch y les medios comunardos de Londres.
[2] Great College Street, donde vivieron juntos en Londres.