J.K. Potter. Revista Heavy Metal |
—¿Se creía usted una rencarnación de Luis XIV, que
murió en ese año? No responde. Bueno, le haré otra pregunta. En una de sus
cartas decía: «Sí, soy fascista sin reservas». Era en julio de 1934. ¿Sabía lo
que estaba diciendo?
Eso lo dije antes de que ese trastornado señor
despertara a todos los demonios en Europa. Creo que la respuesta, a la vista de
lo que hizo más tarde, es «no».
—Bueno, pero usted admiraba a Hitler.
—Como admiraba a Franklin Delano Roosevelt, o a todo
aquel que tuviera grandes planes para mejorar las condiciones de vida de la
sociedad y estuviera dispuesto a llevarlos a cabo.
—Usted describió en sus cartas a los chinos como
«mestizos orientales de hocico de rata» y a los negros como «poco menos que
gorilas infantiles». Detestaba a los judíos, pero se casó con uno de ellos, y
tuvo buenos amigos. Le gustaba parecer racista, odioso, siniestro, pero ante el
enemigo era sumamente educado. ¿Es usted un... cobarde?
—También dije «inmundicia asiática», «chusma de extranjeros»
y que odiaba al ser humano por permitir la existencia de tantos miserables. Era
mi manera de sublevarme contra la miseria; lo que no podemos hacer es
aceptarla. ¿Le parece eso una cobardía?
—Ha eludido la respuesta.
—He sido acusado de materialista y de racista. No creo
en Dios, no necesitamos un creador en un Universo que no tiene principio ni
final. Una especie avanzada debería poder viajar en el tiempo. Y en cuanto al
racismo, los años me han ablandado, creo que en todas las razas hay personas que
merecen la pena, y personas que no valen nada, que no se pueden tener en cuenta
igual que las otras.
—Me asusta usted. Voy a leerle un principio típico de
sus narraciones: «La vida es algo espantoso; y desde el trasfondo de lo que
conocemos de ella asoman indicios demoníacos que a veces la vuelven
infinitamente más espantosa». ¿Todo en su vida era tan horroroso?
—Cuando yo tenía dos años mi padre fue considerado un
loco peligroso y fue encerrado en un manicomio. Mi madre me hizo llevar bucles
hasta los seis años, edad en que insistí para que me cortara el pelo, y cuando
lo hizo muy a su pesar y me transformó en un niño, le dijo a todo el mundo que
yo era horriblemente feo, y me acostumbré a esconderme.
—Reconozco que es un trauma.
—Antes de eso, con cinco años, dejé de creer en Santa
Claus y en Dios, una vez descubrí, a través de Las mil y una noches, que el
Islam era mucho más hermoso que el cristianismo, y que ambas religiones no
podían ser ciertas a la vez. Una vez convertido en varón me consagré a la
mitología clásica y a la búsqueda de las hadas. Es una lástima que no pudiera
leer El señor de los anillos, porque aún no estaba escrito; hubiera tenido una
influencia vital en mí. Con siete u ocho años estaba más dispuesto a creer en
sátiros de pezuñas hendidas y ninfas correteando por los bosques que en Jesús.
Llegué a tener la ilusión de que me crecían cuernos en la frente y orejas
puntiagudas.
—Sin embargo, siguió creyendo en todos los demonios.
¿No había entidades «buenas» en su mundo soñado?
—Mire usted, cuando era un crío soñaba con entidades
monstruosas que denominé «alimañas descarnadas». Me agarraban con los dientes
por el estómago y me llevaban volando sobre ciudades de muertos. Creo que si
hubiese alguien por encima de nosotros nos trataría como hacemos nosotros con
el resto de seres vivos de este planeta. Las «buenas» personas se comen a los
animales. No veo por qué los dioses del espacio exterior nos han de mirar de
otro modo: solomillo, chuletas y entrecot.
—Con trece años se rompió la nariz yendo en bicicleta,
y le quedó insensible para siempre. Probó el tabaco, pero no le gustó. Dicen
que se defendía de sus enemigos amenazándoles con la muerte, a falta de
argumentos mejores. ¿Es cierto eso?
—Sí, cuando me sentía amenazado decía algo así como:
¡Por Dios, que te voy a matar! Eso ahuyentaba a los más valientes.
—En 1904, cuando tenía catorce años, el abuelo Whipple
murió. Creo que usted era muy feliz hasta ese momento. Después, su familia tuvo
que vender aquella gran casa de madera de tres plantas en la que había vivido
los últimos diez o doce años.
—Sí. Nos mudamos a una casa más pequeña. Se acabaron
las carreras por los pasadizos, los rincones obscuros, la magia de los escondites.
Sólo tenía cinco habitaciones. Sin criados. Y compartíamos el edificio con otra
familia. Para colmo, mi gato Nigger desapareció dejándome en la estacada.
Quiero decir que jugaba con él a la pelota, comprendía su lenguaje, le
observaba perseguir a los duendes, era un gran alivio para mí observarle y
tocarle. Desde entonces no tuve más animales de compañía.
—Hábleme de su familia. ¿Es verdad que su padre era
francmasón y le dejó en herencia el Necronomicón?
—Es posible que hubiera convocado a todos los demonios
a través del Necronomicón, pero también puede ser que tuviera sífilis y el
sistema nervioso deteriorado —se ríe, no va a contestar a mi pregunta—. El
abuelo sí que fue masón, pero yo era muy pequeño para comprenderlo. Era un
patriarca que conocía los negocios y gozaba del arte. Lucía un mostacho blanco
impresionante, y me regaló las noches, que mi madre me dejó vivir a mi antojo.
—¿Tiene idea de qué le producía esas pesadillas tan
espantosas que luego contaba en sus relatos?
—No lo sé. Los primigenios. El chocolate. Siempre creí
estar conectado con ciertas entidades ocultas que se comunicaban conmigo por
medio de los sueños. Y para soñar, no hay nada como el chocolate y las
especias. Luego te despiertas con la cabeza destrozada, y tienes que salir a
pasear, buscas el orden en la arquitectura, si no estás dotado para la música,
y le pones etiquetas monstruosas a todas las cosas...
De pronto, un gato negro que no he visto llegar y que
parece tener cien años, se sube al sillón donde se sienta, en penumbras, el
escritor. El gato tiene unos ojazos ambarinos que impresionan.
—¿Sabe usted que a través de los gatos se pueden tener
ciertos... contactos? Mire los ojos a un gato y pida algún deseo, pero esté
dispuesto a pagarlo.
—Creía que no había vuelto a tener animales de
compañía.
—Éste es diferente.