sábado, 15 de junio de 2013

Entrevista a Lovecraft




J.K. Potter. Revista Heavy Metal
—¿Se creía usted una rencarnación de Luis XIV, que murió en ese año? No responde. Bueno, le haré otra pregunta. En una de sus cartas decía: «Sí, soy fascista sin reservas». Era en julio de 1934. ¿Sabía lo que estaba diciendo?

Eso lo dije antes de que ese trastornado señor despertara a todos los demonios en Europa. Creo que la respuesta, a la vista de lo que hizo más tarde, es «no».

—Bueno, pero usted admiraba a Hitler.

—Como admiraba a Franklin Delano Roosevelt, o a todo aquel que tuviera grandes planes para mejorar las condiciones de vida de la sociedad y estuviera dispuesto a llevarlos a cabo.

—Usted describió en sus cartas a los chinos como «mestizos orientales de hocico de rata» y a los negros como «poco menos que gorilas infantiles». Detestaba a los judíos, pero se casó con uno de ellos, y tuvo buenos amigos. Le gustaba parecer racista, odioso, siniestro, pero ante el enemigo era sumamente educado. ¿Es usted un... cobarde?

—También dije «inmundicia asiática», «chusma de extranjeros» y que odiaba al ser humano por permitir la existencia de tantos miserables. Era mi manera de sublevarme contra la miseria; lo que no podemos hacer es aceptarla. ¿Le parece eso una cobardía?

—Ha eludido la respuesta.

—He sido acusado de materialista y de racista. No creo en Dios, no necesitamos un creador en un Universo que no tiene principio ni final. Una especie avanzada debería poder viajar en el tiempo. Y en cuanto al racismo, los años me han ablandado, creo que en todas las razas hay personas que merecen la pena, y personas que no valen nada, que no se pueden tener en cuenta igual que las otras.

—Me asusta usted. Voy a leerle un principio típico de sus narraciones: «La vida es algo espantoso; y desde el trasfondo de lo que conocemos de ella asoman indicios demoníacos que a veces la vuelven infinitamente más espantosa». ¿Todo en su vida era tan horroroso?

—Cuando yo tenía dos años mi padre fue considerado un loco peligroso y fue encerrado en un manicomio. Mi madre me hizo llevar bucles hasta los seis años, edad en que insistí para que me cortara el pelo, y cuando lo hizo muy a su pesar y me transformó en un niño, le dijo a todo el mundo que yo era horriblemente feo, y me acostumbré a esconderme.

—Reconozco que es un trauma.

—Antes de eso, con cinco años, dejé de creer en Santa Claus y en Dios, una vez descubrí, a través de Las mil y una noches, que el Islam era mucho más hermoso que el cristianismo, y que ambas religiones no podían ser ciertas a la vez. Una vez convertido en varón me consagré a la mitología clásica y a la búsqueda de las hadas. Es una lástima que no pudiera leer El señor de los anillos, porque aún no estaba escrito; hubiera tenido una influencia vital en mí. Con siete u ocho años estaba más dispuesto a creer en sátiros de pezuñas hendidas y ninfas correteando por los bosques que en Jesús. Llegué a tener la ilusión de que me crecían cuernos en la frente y orejas puntiagudas.

—Sin embargo, siguió creyendo en todos los demonios. ¿No había entidades «buenas» en su mundo soñado?

—Mire usted, cuando era un crío soñaba con entidades monstruosas que denominé «alimañas descarnadas». Me agarraban con los dientes por el estómago y me llevaban volando sobre ciudades de muertos. Creo que si hubiese alguien por encima de nosotros nos trataría como hacemos nosotros con el resto de seres vivos de este planeta. Las «buenas» personas se comen a los animales. No veo por qué los dioses del espacio exterior nos han de mirar de otro modo: solomillo, chuletas y entrecot.

—Con trece años se rompió la nariz yendo en bicicleta, y le quedó insensible para siempre. Probó el tabaco, pero no le gustó. Dicen que se defendía de sus enemigos amenazándoles con la muerte, a falta de argumentos mejores. ¿Es cierto eso?

—Sí, cuando me sentía amenazado decía algo así como: ¡Por Dios, que te voy a matar! Eso ahuyentaba a los más valientes.

—En 1904, cuando tenía catorce años, el abuelo Whipple murió. Creo que usted era muy feliz hasta ese momento. Después, su familia tuvo que vender aquella gran casa de madera de tres plantas en la que había vivido los últimos diez o doce años.

—Sí. Nos mudamos a una casa más pequeña. Se acabaron las carreras por los pasadizos, los rincones obscuros, la magia de los escondites. Sólo tenía cinco habitaciones. Sin criados. Y compartíamos el edificio con otra familia. Para colmo, mi gato Nigger desapareció dejándome en la estacada. Quiero decir que jugaba con él a la pelota, comprendía su lenguaje, le observaba perseguir a los duendes, era un gran alivio para mí observarle y tocarle. Desde entonces no tuve más animales de compañía.

—Hábleme de su familia. ¿Es verdad que su padre era francmasón y le dejó en herencia el Necronomicón?

—Es posible que hubiera convocado a todos los demonios a través del Necronomicón, pero también puede ser que tuviera sífilis y el sistema nervioso deteriorado —se ríe, no va a contestar a mi pregunta—. El abuelo sí que fue masón, pero yo era muy pequeño para comprenderlo. Era un patriarca que conocía los negocios y gozaba del arte. Lucía un mostacho blanco impresionante, y me regaló las noches, que mi madre me dejó vivir a mi antojo.

—¿Tiene idea de qué le producía esas pesadillas tan espantosas que luego contaba en sus relatos?

—No lo sé. Los primigenios. El chocolate. Siempre creí estar conectado con ciertas entidades ocultas que se comunicaban conmigo por medio de los sueños. Y para soñar, no hay nada como el chocolate y las especias. Luego te despiertas con la cabeza destrozada, y tienes que salir a pasear, buscas el orden en la arquitectura, si no estás dotado para la música, y le pones etiquetas monstruosas a todas las cosas...

De pronto, un gato negro que no he visto llegar y que parece tener cien años, se sube al sillón donde se sienta, en penumbras, el escritor. El gato tiene unos ojazos ambarinos que impresionan.

—¿Sabe usted que a través de los gatos se pueden tener ciertos... contactos? Mire los ojos a un gato y pida algún deseo, pero esté dispuesto a pagarlo.

—Creía que no había vuelto a tener animales de compañía.

—Éste es diferente.

lunes, 20 de mayo de 2013

Claudio de Alas: El poema negro

Claudio de Alas: El poema negro

Cuando moría, me enlazó en su brazo,
cual un reptil de palpitante raso;
y con voz afiebrada y lastimera,
me dijo que cual última terneza,
y en recuerdo de toda su belleza,
me dejaba su blanca calavera...

Que robara a la hambrienta sepultura,
ese último jirón de su hermosura,
que una lívida amante me sería,
y en mis horas alegres o de duelo,
su alma, descendiendo desde el Cielo,
al través de sus cuencas me vería...

Pasa el tiempo... El ave silenciosa
del recuerdo voló sobre su fosa,
llamándome a cumplir aquel pedido,
que, cual lúgubre flor de sus amores,
me dejó en los postreros estertores,
temerosa a los lutos del olvido.

Y era una noche. Oscuridad y viento;
la lluvia desgarrando el firmamento;
batida en sus ramajes la espesura;
los jardines tronchados y barridos;
y del mar, el estruendo y los rugidos,
resonando a lo lejos con pavura...

Ardiente el corazón, los miembros yertos,
escalé la muralla de los muertos;
y pensando en la súplica postrera
de esa lívida novia del Misterio,
me perdí en el profundo cementerio,
porque iba a robar su calavera.

Por las calles desiertas y medrosas,
buscando en los letreros de las fosas,
llegué hasta su sepulcro solitario.
El viento en los cipreses sollozaba,
y la lluvia furiosa me azotaba,
cual queriendo arrojarme del osario.

De una lámpara sorda, bajo el brillo,
su mármol quebranté con un martillo.
Cual fatídico abismo, negro y hondo,
de la tumba la puerta entenebrida
abierta contemplé... De entre su fondo
brotó una bocanada corrompida!

Y en lo profundo de la negra caja,
entre blancos jirones de mortaja,
la miré desleída y pestilente:
sepultadas sus formas y sus manos,
entre olas hirvientes de gusanos
que tragaban su carne lentamente.

En sus sienes, mechones de cabellos;
sus ojos ¡ay! como ninguno bellos,
convertidos en cuencas pavorosas;
en su boca, que fue roja granada,
una muda y horrible carcajada,
y su pecho en piltrafas asquerosas...

De su belleza, que radió cual astro,
no había allí tan siquiera un rastro.
Era un informe y corrompido andrajo.
La miré contristado, mudo, inerte:
medité en los festines de la Muerte,
y me hundí en el sepulcro abierto a tajo.

Temblorosas, tendiéronse mis manos
al inmenso hervidero de gusanos.
Busqué de la garganta las junturas:
nervioso retorcí... Hubo traquidos
de huesos arrancados y partidos...
hasta que hollando vil las sepulturas,

Huí miedoso entre las sombras crueles,
creyendo que los muertos, en tropeles,
levantaban su forma descarnada
corriendo a rescatar su calavera,
esa yerta y silente compañera
de la lóbrega noche de la Nada...

Eso pasó... fue ayer... Hoy, en mi mesa,
cual escombro final de su belleza,
helada, muda, lívida e inerte,
sobre mis libros en montón, reposa,
cual una gigantesca y blanca rosa
—Que ostentase la risa de la Muerte—

Sus grandes cuencas, como dos cavernas,
me contemplan inmóviles y eternas.
Atónito, al mirarlas, me figuro
que su alma tal vez huya del Cielo,
para triste, silente y con anhelo,
mirarme allá, desde su fondo oscuro.

Entonces, con amor llego hasta ella,
y cual si fuera, cuando viva y bella,
por sus huesos, mi mano se desliza:
siento de ansia el corazón opreso,
y en el instante en que le doy un beso,
me encuentro ¡ay! con su macabra risa.

Y allá, de la alta noche, cuando escribo,
ante su faz sintiéndome cautivo,
me parece que se abren sus quijadas,
y que en frases muy tiernas, temblorosas,
me pide que le diga blandas cosas,
como en noches amantes y borradas...

Y soñando, la veo transformarse
en la bella de entonces, y acercarse...
y sentirme yo suyo... y ella mía...
Mas, al instante mi pupila advierte,
que no es sino la imagen de la Muerte,
que me contempla extática y sombría.

Ya llevan mucho tiempo estos amores...
Es ella quien conoce mis dolores,
los sueños todos de mi vida entera...
Ella me da la desnudez que viste,
y yo el cariño de mi alma triste,
teniéndola de novia hasta que muera.

Y cuando rompa de la Vida el lazo,
cual ella a mí, la enlazará mi brazo,
y antes que en mi redor todo sucumba,
le diré como frase postrimera:
—¡Acompáñame, pobre calavera.
acompáñame, amada, hasta la tumba!...

domingo, 6 de enero de 2013

Venganza por los mártires de Tacubaya


Guerra sin tregua ni descanso, guerra
a nuestros enemigos, hasta el día
en que su raza detestable, impía
no halle ni tumba en la indignada tierra.

Lanza sobre ellos, nebulosa sierra,
tus fieras y torrentes; tu armonía
niégales, ave de la selva umbría;
y de sus ojos, tu luz destierra.

Y si impasible y ciega la natura
sobre todos extiende un mismo velo
y a todos nos prodiga su hermosura;

anden la flor y el fruto por el suelo,
no les dejemos ni una fuente pura,
si es posible ni estrellas en el cielo.

Ignacio Ramírez (1818-1879)