Como me dijeron que en ese
banco intentan cambiar las competentes por las bien trajeadas hoy salí a buscar
empleo. Me arreglé como para una fiesta, con el sombrero de las bodas y la capa
de piel que me prestó Josefina.
El gerente, encantado con mi figura, me
mandó al departamento donde miden la inteligencia. Asustada, esperé que me
hicieran preguntas de contabilidad, pero de buenas a primeras me entregaron
varios cartones que me recordaron la hora de geometría de mi escuela. Entraría
la monja con un rombo lila, el romboide dorado, el exágono azul y tantas
figuras improcedentes como no las he vuelto a ver en mi vida fuera de la
circunferencia en la naranja.
Pronto llegó un empleado y, sin
ceremonias, me explicó que el derecho estaba al revés. Les di vuelta y encontré
que los cartones presentaban manchas de tinta.
—Determine usted lo que ve en tres
minutos.
Con toda mi lentitud miré el reloj y
pensé: “¡Ay Dios, tres minutos!” Y perdí uno entero. Volví a la hoja y mi sorpresa
fue grande; contemplé una serie de culebras que se hacían ocho, se hacían
rosca, cocoles con ajonjolí, cruces con hormigas; y yo no hallaba cómo
determinar lo que realmente miraba, pues todo esto se desvanecía para que
apareciera una jaula de pericos y un caracol marino.
La tos del empleado me volvió en mí. Dijo
que llevaba siete minutos de más. Me arrebató con desprecio la hoja y no aceptó
enseñarme las que contemplaban el examen; estoy segura de que hizo trampa.
Pasamos en seguida a la prueba siguiente.
Se trataba de armar un rompecabezas que desordenó con grosería, pero tuve la
suerte de que quedara intacto un alón que supuse de águila y forcé a un soldado
a volar. Mi error consistió en que no aparecieron las patas. Trajeron después
un muestrario de colores preciosos, estrictamente numerados para que él dijera
un número y yo mencionara el color; pero las barras estaban tan juntas, y como
además me tomó mala voluntad el empleado, cuando él decía:
—¡El uno! ¡El cinco!
Yo, procurando adelantarme miraba el
quince e inexplicablemente respondía:
—¡Martes! ¡Jueves! ¡Lotería!
Qué juego más tonto; era mucho mejor el de
“Allí va un navío cargado de…” al que nunca pude atinarle tampoco.
Parece
que el hombre no estuvo de acuerdo con mi contestación, y volvió en seguida,
agresivo, con unos billetes. Me mostró el fajo.
—Son de cinco pesos. ¿Cuánto calcula que
hay aquí?
Iba a indicarle que jamás había visto el
dinero acomodado, pero me distrajo su boca que chicoteó de oreja a oreja con el
imperceptible temblor de la luz fluorescente. Calculé:
—Serán ciento diez…
—¡Trescientos setenta y cinco! —bramó—.
¡Cuéntelos usted!
Tardé bastante porque se agarraban uno con
otro; mientras, el individuo se puso como un erizo.
—Son trescientos setenta —dije.
—Se equivoca, son exactamente trescientos
ochenta y dos.
—Ah, puede que sí.
Salió y no pude menos de envidiar a aquel
hombre tan culto. Para que me estimara un poco, le preparé mi diploma de letra
Pálmer que descolgué de la sala. Pero ya no volvió. En su lugar llevó un calvo
que posiblemente estuvo loco, porque me preguntó a boca de jarro cuál era el
mexicano que me parecía más ilustre entre todos los que han existido.
Naturalmente le contesté que Nuestro Señor Jesucristo.
Tal vez fuese judío, pues se disgustó y
cambiando de conversación, quiso informarse sobre mi artista preferido, sobre
los platillos que más me gustan y sobre una serie de preguntas salteadas, como
si fuera un amigo íntimo. Por último sacó un cuaderno de taquigrafía, que me
entregó acompañado de un lápiz inolvidable, con una punta linda, fina como pico
de chichicuilote, justa para escribir una poesía.
Supuse que iba a dictarme cuando veo que
conecta un aparato con la electricidad; pensé que sería un ventilador porque yo
estaba muy acalorada; casi doy un brinco al oír una voz pegajosa venida de no
se dónde, que dice:
—Muy señor mío y amigo…
Como permaneció cerrada la boca del viejo
se fue la carta en contemplarlo y en pensar si sería ventrílocuo. Cuando
comprendí que la voz venía del aparato embrujado, supliqué la conectara de
nuevo. Accedió de mala gana.
Tomé el dictado correctamente. El calvito,
sorprendido por mi rapidez, ordenó con dulzura:
—Traduzca, niña.
Aunque los signos estaban
perfectos, para mí no significaron nada. Quedaron silenciosos con su figura de
tricocéfalos.
Fue una verdadera lástima, pues ya me veía
tras de una ventanilla enrejada, con su macetita estilo andaluz y los hombres
haciendo cola para decir piropos. Por eso ya solicité al gerente que me permita
asistir a una de las rejas, sin goce de sueldo, ¡quién quita y me case!
Guadalupe Dueñas. Tiene la noche un árbol. México, FCE. 1958.
Guadalupe Dueñas. Tiene la noche un árbol. México, FCE. 1958.