domingo, 9 de diciembre de 2012

Prueba de inteligencia



Como me dijeron que en ese banco intentan cambiar las competentes por las bien trajeadas hoy salí a buscar empleo. Me arreglé como para una fiesta, con el sombrero de las bodas y la capa de piel que me prestó Josefina.
     El gerente, encantado con mi figura, me mandó al departamento donde miden la inteligencia. Asustada, esperé que me hicieran preguntas de contabilidad, pero de buenas a primeras me entregaron varios cartones que me recordaron la hora de geometría de mi escuela. Entraría la monja con un rombo lila, el romboide dorado, el exágono azul y tantas figuras improcedentes como no las he vuelto a ver en mi vida fuera de la circunferencia en la naranja.
     Pronto llegó un empleado y, sin ceremonias, me explicó que el derecho estaba al revés. Les di vuelta y encontré que los cartones presentaban manchas de tinta.
     —Determine usted lo que ve en tres minutos.
     Con toda mi lentitud miré el reloj y pensé: “¡Ay Dios, tres minutos!” Y perdí uno entero. Volví a la hoja y mi sorpresa fue grande; contemplé una serie de culebras que se hacían ocho, se hacían rosca, cocoles con ajonjolí, cruces con hormigas; y yo no hallaba cómo determinar lo que realmente miraba, pues todo esto se desvanecía para que apareciera una jaula de pericos y un caracol marino.
     La tos del empleado me volvió en mí. Dijo que llevaba siete minutos de más. Me arrebató con desprecio la hoja y no aceptó enseñarme las que contemplaban el examen; estoy segura de que hizo trampa.
     Pasamos en seguida a la prueba siguiente. Se trataba de armar un rompecabezas que desordenó con grosería, pero tuve la suerte de que quedara intacto un alón que supuse de águila y forcé a un soldado a volar. Mi error consistió en que no aparecieron las patas. Trajeron después un muestrario de colores preciosos, estrictamente numerados para que él dijera un número y yo mencionara el color; pero las barras estaban tan juntas, y como además me tomó mala voluntad el empleado, cuando él decía:
     —¡El uno! ¡El cinco!
     Yo, procurando adelantarme miraba el quince e inexplicablemente respondía:
     —¡Martes! ¡Jueves! ¡Lotería!
     Qué juego más tonto; era mucho mejor el de “Allí va un navío cargado de…” al que nunca pude atinarle tampoco.
     Parece que el hombre no estuvo de acuerdo con mi contestación, y volvió en seguida, agresivo, con unos billetes. Me mostró el fajo.
     —Son de cinco pesos. ¿Cuánto calcula que hay aquí?
     Iba a indicarle que jamás había visto el dinero acomodado, pero me distrajo su boca que chicoteó de oreja a oreja con el imperceptible temblor de la luz fluorescente. Calculé:
     —Serán ciento diez…
     —¡Trescientos setenta y cinco! —bramó—. ¡Cuéntelos usted!
     Tardé bastante porque se agarraban uno con otro; mientras, el individuo se puso como un erizo.
     —Son trescientos setenta —dije.
     —Se equivoca, son exactamente trescientos ochenta y dos.
     —Ah, puede que sí.
     Salió y no pude menos de envidiar a aquel hombre tan culto. Para que me estimara un poco, le preparé mi diploma de letra Pálmer que descolgué de la sala. Pero ya no volvió. En su lugar llevó un calvo que posiblemente estuvo loco, porque me preguntó a boca de jarro cuál era el mexicano que me parecía más ilustre entre todos los que han existido. Naturalmente le contesté que Nuestro Señor Jesucristo.
     Tal vez fuese judío, pues se disgustó y cambiando de conversación, quiso informarse sobre mi artista preferido, sobre los platillos que más me gustan y sobre una serie de preguntas salteadas, como si fuera un amigo íntimo. Por último sacó un cuaderno de taquigrafía, que me entregó acompañado de un lápiz inolvidable, con una punta linda, fina como pico de chichicuilote, justa para escribir una poesía.
     Supuse que iba a dictarme cuando veo que conecta un aparato con la electricidad; pensé que sería un ventilador porque yo estaba muy acalorada; casi doy un brinco al oír una voz pegajosa venida de no se dónde, que dice:
     —Muy señor mío y amigo…
     Como permaneció cerrada la boca del viejo se fue la carta en contemplarlo y en pensar si sería ventrílocuo. Cuando comprendí que la voz venía del aparato embrujado, supliqué la conectara de nuevo. Accedió de mala gana.
     Tomé el dictado correctamente. El calvito, sorprendido por mi rapidez, ordenó con dulzura:
     —Traduzca, niña.
Aunque los signos estaban perfectos, para mí no significaron nada. Quedaron silenciosos con su figura de tricocéfalos.
     Fue una verdadera lástima, pues ya me veía tras de una ventanilla enrejada, con su macetita estilo andaluz y los hombres haciendo cola para decir piropos. Por eso ya solicité al gerente que me permita asistir a una de las rejas, sin goce de sueldo, ¡quién quita y me case!

Guadalupe Dueñas. Tiene la noche un árbol. México, FCE. 1958.

viernes, 2 de noviembre de 2012

Construcción. Chico Buarque.

Amó aquella vez como si fuese última,
besó a su mujer como si fuese última,
y a cada hijo suyo cual si fuese el único,
y atravesó la calle con su paso tímido.
Subió a la construcción como si fuese máquina,
alzó en el balcón cuatro paredes sólidas,
ladrillo con ladrillo en un diseño mágico,
sus ojos embotados de cemento y lágrima.

Sentóse a descansar como si fuese sábado,
comió su pan con queso como si fuese un príncipe,
bebió y sollozó como si fuese un náufrago,
danzó y se rió como si oyese música
y tropezó en el cielo con su paso alcohólico.
Y flotó por el aire cual si fuese un pájaro,
y terminó en el suelo como un bulto fláccido,
y agonizó en el medio del paseo público.

Murió a contramano entorpeciendo el tránsito.

Amó aquella vez como si fuese el último,
besó a su mujer como si fuese única,
y a cada hijo suyo cual si fuese el pródigo,
y atravesó la calle con su paso alcohólico.
Subió a la construcción como si fuese sólida,
alzó en el balcón cuatro paredes mágicas,
ladrillo con ladrillo en un diseño lógico,
sus ojos embotados de cemento y tránsito.

Sentóse a descansar como si fuese un príncipe,
comió su pan con queso como si fuese el máximo,
bebió y sollozó como si fuese máquina,
danzó y se rió como si fuese el próximo
y tropezó en el cielo cual si oyese música.
Y flotó por el aire cual si fuese sábado,
y terminó en el suelo como un bulto tímido,
agonizó en el medio del paseo náufrago.

Murió a contramano entorpeciendo el público.

Amó aquella vez como si fuese máquina,
besó a su mujer como si fuese lógico,
alzó en el balcón cuatro paredes fláccidas,
Sentóse a descansar como si fuese un pájaro,
Y flotó en el aire cual si fuese un príncipe,
Y terminó en el suelo como un bulto alcohólico.

Murió a contramano entorpeciendo el sábado.

Por ese pan de comer y el suelo para dormir,
registro para nacer, permiso para reír,
por dejarme respirar y por dejarme existir
Dios le pague.

Por esa grapa de gracia que tenemos que beber,
por ese humo desgracia que tenemos que toser,
por los andamios de gente para subir y caer
Dios le pague.

Por esa arpía que un día nos va a adular y a escupir,
y por las moscas y besos que nos vendrán a cubrir,
y por la calma postrera que al fin nos va a redimir
Dios le pague.


martes, 4 de septiembre de 2012

El fin de la utopía: Episodios de la vida y cartas de Rimbaud y Verlaine


El fin de la utopía: Episodios de la vida y cartas de Rimbaud y Verlaine

[El amorío entre Arthur Rimbaud y Paul Verlaine estuvo lleno de sinsabores y disputas. Uno de los capítulos más interesantes de su vida en común transcurre en Londres, y Bruselas un mes después de una de sus reconciliaciones. Fue una batalla tan violenta como estúpida. Compartían una habitación y se turnaban para limpiarla. A Verlaine le tocaba ir al mercado aquel día, y Rimbaud, asomado al a ventana, le grita al verlo de vuelta: “¡Vaya! ¡Qué desgarbado! ¡Qué estúpido resultas con tu botella y tu pescado sucio! ¡Si te vieras, viejo…!”, y Verlaine responde al insolente niño poeta estampándole el pescado en la jeta. Luego de esta disputa, un Verlaine agobiado por el despotismo de su joven amante, se dirige al puerto donde compra un pase para Bélgica, dejándolo en la calle de Londres sin un penique, para ir, según él, a encontrarse con su esposa, a la que ha llamado a Bruselas en espera de una reconciliación con ella. Rimbaud comprende que se ha pasado de la raya y entra en pánico.]

CARTA DE RIMBAUD A VERLAINE

Londres, viernes en la tarde
Julio 4, 1873

Vuelve, vuelve, querido amigo, único amigo, vuelve. Te juro que seré bueno. Si me porté grosero contigo, fue una broma en la cual me encapriché. Me arrepiento más de lo que puede decirse en palabras. Vuelve, se olvidará todo. ¡Qué desgracia que creyeras en esta broma! Desde hace dos días no dejo de llorar. Vuelve. Sé valeroso, querido amigo. Nada se ha perdido. Sólo tienes que reemprender el viaje. Viviremos aquí con valor y paciencia. ¡Ah!, te lo suplico. Es por tu bien, además. Vuelve, hallarás de nuevo todas tus cosas. Quiero que sepas muy bien que nada había de verdadero en nuestra discusión. ¡Qué terrible momento! Pero cuando te hacía señas de que bajaras del barco, ¿por qué no viniste? ¡Hemos vivido dos años juntos para llegar a este momento! ¿Qué vas a hacer? Si no quieres regresar, ¿quieres que yo te alcance?

     –Sí, yo fui quien se equivocó.
     –Oh di, ¿no me olvidarás?
     –No, no puedes olvidarme.
     –Yo, yo siempre te llevo en mí.

     Di, responde a tu amigo. ¿No podemos vivir ya juntos? Sé valiente, respóndeme pronto. No puedo quedarme aquí mucho tiempo. Escucha sólo a tu buen corazón.
     Contesta rápido si debo reunirme contigo.

RIMBAUD

Rápido, responde, no puedo quedarme aquí más allá del lunes en la noche. No tengo un céntimo; no puedo poner esto en el correo. Confié a Vermersch[1] tus libros y tus manuscritos.
     Si no debo verte de nuevo, me enlistaré en la marina o en el ejército. Oh, vuelve, lloro a todas horas. Dime del reencuentro, iré, dímelo, telegrafíame. Es necesario que parta el lunes por la noche. ¿Dónde vas? ¿Qué vas a hacer?

[Verlaine envía por su parte una carta a Rimbaud, que se cruza con la de éste.]

CARTA DE VERLAINE A RIMBAUD

Julio 3, 1873
En mar,
Amigo mío,
No sé si estarás aún en Londres cuando esto te llegue; sin embargo, tengo que decirte que debes, en el fondo, comprender, por último, que me hacía mucha falta partir, ¡que esta vida violenta y todas las escenas de tu fantasía sin motivo ya no me podían dar más por culo!
     Solamente, como te amé intensamente (vergüenza de aquel que piense mal de esto) te tengo que confirmar que si de aquí a tres días, no soy capaz de r' con mi mujer, en las idóneas condiciones, me vuelo los sesos. 3 días de hotel, una rivolvita, eso cuesta mucho... de ahí mi "tacañería" de esta semana. Me deberás perdonar.
     Si, como es bastante probable, tuviera que hacer esta última tontería, yo le daría a ella unos meses para afrontarlo. –Lo siguiente, amigo mío, será para ti, para ti, que ahora me consideras lo peor, y con quién no he deseado regresar porque ha hecho falta que te enterrara, –¡POR FIN!
     ¿Quieres que te mande un beso matador?

Tu pobre
P. Verlaine

No nos imaginemos más (a ti y a mí) en todo caso. Si mi mujer viene, tendrás mi dirección, y espero que me escribas; entretanto, de aquí a tres días, sin más, sin menos, mándame el resto del correo de Bruselas, a mi nombre.
     Devuelve sus tres libros a Barrère.

[Al terminar la primera carta, Rimbaud recibe la de Verlaine, que lo llevó a escribir una segunda parte, en un tono completamente distinto. Ya no se acusa, ahora se burla y amenaza a Verlaine.]

CARTA DE RIMBAUD A VERLAINE

Julio 5, 1873

Querido amigo, tengo tu carta fechada “en el mar”. Esta vez tienes la culpa, y mucha culpa. De principio: nada positivo en tu carta. Tu mujer no volverá o volverá en tres meses, ¿qué se yo? En cuanto a hincar el pico, te conozco. Te vas, esperando a tu mujer y a tu muerte, a bregar penosamente, a errar, a aburrirte de la gente. ¿Qué? ¿No te has dado cuenta de que as cóleras eran tan falsas de un lado como del otro? Pero tú serás quien tenga la última culpa, puesto que, aun después de que te llamé, has persistido en tus falsos sentimientos. ¿Crees que tu vida será más agradable con otro que conmigo? REFLEXIONA ESTO. Ah, desde luego no.
     Sólo conmigo puedes ser libre, y puesto que te juro ser amable en el porvenir, que deploro toda mi parte de culpa, que, en fin, tengo el espíritu impío y te quiero bien, si no quieres regresar, dime que te alcance. Cometes un crimen y te arrepentirás de esto muchos años con la pérdida de toda libertad y con los hastíos más atroces, más tal vez de todos los que has probado. Después de esto, piensa otra vez quién eras antes de conocerme.
     En lo que respecta a mí, no volveré a casa de mi madre. Iré a París, trataré de partir el lunes por la noche. Me forzarás a vender toda tu ropa; qué otra cosa puedo hacer. Aún no se ha vendido; se la llevarán hasta el lunes en la mañana. Si quieres enviarme cartas a París, dirígelas a L. Forain, 289, rue Saint-Jacques, para A. Rimbaud.
     Desde luego, si tu mujer regresa, ya no te comprometeré escribiéndote. Ya no te escribiré nunca.
     Lo único que quiero decirte verdaderamente es: Vuelve, quiero estar contigo, te quiero. Si escuchas esto, mostrarás valor y un espíritu sincero. De otra forma, te compadezco. Pero te quiero, te abrazo y volveremos a vernos.

RIMBAUD

8 Great Colle[2], etcétera. hasta el lunes por la noche, o martes al mediodía, si me llamas.

[Verlaine le pide a Rimbaud que lo alcance en Bruselas, donde estará esperándolo, acompañado de su madre. Rimbaud acude, pero pronto se aburre y se siente perdido. Quiere regresar al Charleville. Se alcoholizan juntos y vuelven al hotel dándose empujones e insultándose. Verlaine se siente estafado. Al volver al hotel, Rimbaud anuncia que se marchará, ahora es el turno de Verlaine de ser dramático y violento: toma una pistola y le dispara a su joven amigo, o “hermano”, como decía Rimbaud en sus escritos. La bala se incrusta en la mano del muchacho, una segunda bala es disparada contra el suelo. El príncipe de los poetas entra en pánico y corre a refugiarse en el cuarto de su madre, seguido por un furioso Rimbaud. Acuden al médico para retirarle la bala, Rimbaud sigue empeñado con volver a Charleville. Verlaine intenta retener a Rimbaud a su lado; aún lleva la pistola en el bolsillo. Caminan de vuelta al hotel. Verlaine se adelanta un poco, vuelve apresurado, Rimbaud teme un nuevo exabrupto y sale corriendo, deseoso de venganza. Le dice a un policía: “Este hombre intentó matarme, trae una arma en el bolsillo”. Verlaine es arrestado. La declaración de Rimbaud lleva a Verlaine a ser condenado a dos años de cárcel. Rimbaud regresa entonces a las Ardenas, es el fin del “desarreglo de todos los sentidos”, de la búsqueda de unidad a través de ese proceso, del deseo de convertirse en Hijos del Sol.]

[EL FIN]


[1] Vermersch y les medios comunardos de Londres.
[2] Great College Street, donde vivieron juntos en Londres.

jueves, 19 de enero de 2012

el viejo maestro



LEYENDA SOBRE EL ORIGEN DEL LIBRO “TAO-TE-KING”, DICTADO POR LAO-TSE EN EL CAMINO DE LA EMIGRACIÓN


Bertolt Brecht


A los setenta años, ya achacoso,

sintió el maestro un gran ansia de paz.

Moría la bondad en el país

y se iba haciendo fuerte la maldad.

Se abrochó los zapatos.


Empaquetó las cosas necesarias.

Pocas: Pero algo había de llevar.

La pipa en que fumaba cada noche.

El libro que leía a todas horas.

Algo de blanco pan.


Gozó mirando el valle, y lo olvidó

cuando la senda comenzó a ascender.

Rumiaba el buey, alegre, hierba fresca

mientras llevaba al viejo.

Pues iba muy de prisa para él.


Caminó cuatro días entre peñas

hasta que un aduanero lo paró.

“alguna cosa de valor?” “Ninguna.”

“Es un maestro”, dijo el joven guía

del buey. Y el aduanero comprendió.


Y el hombre, en un impulso afectuoso,

aún preguntó: “Que ha llegado a saber’”

Y el muchacho explicó: “Que el agua blanda

hasta a la piedra acaba por vencer.

Lo duro pierde.


Aprovechando aquel atardecer,

tiró el guía del buey, siguiendo viaje.

Ya se perdían tras de un pino negro

cuando los alcanzó el buen aduanero.

Les gritaba. “!Esperadme!”.


“Dime otra vez eso del agua, anciano.”

Se detuvo el maestro: “¿Te interesa?”

“Soy sólo un aduanero”, dijo el hombre,

“pero quiero saber quien vencerá.

Si tú lo sabes, dímelo.


!Escríbemelo! !Díctalo a este niño!

No lo reserves sólo para ti.

En casa te daré tinta y papel.

Y también de cenar. Yo vivo allí.

¿Aceptas mi propuesta?”


Examinó el anciano al aduanero:

chaqueta remendada, sin zapatos,

viejo antes de llegar a la vejez.

No era precisamente un triunfador*

Murmuró: “¿Tu también?”


Había vivido demasiado para

no aceptar tan amable invitación.

“Quien pregunta, merece una respuesta.

Parémonos aquí”, dijo en voz alta.

“Hace ya frío”, el guía le apoyó.


Echó pie a tierra el sabio de su buey.

Escribieron durante siete días

alimentados por el aduanero,

quien maldecía ahora en voz muy baja

a los contrabandistas.


Una mañana, al fin, ochenta y una

sentencias dio el muchacho al aduanero.

Y, agradeciéndole un pequeño don,

se perdieron detrás del pino negro.

No es fácil encontrar tanta atención.


No celebremos, pues, tan sólo al sabio

cuyo nombre en el libro resplandece.

Al sabio hay que arrancarle su saber.

Al aduanero que se lo pidió

demos gracias también.


(Historias del Calendario, 1939)